Apaseo el Alto nació al mundo novohispano como un pueblo de indios y aunque en la práctica los asentamientos como el nuestro eran ocupados tanto por los naturales, las castas o los criollos, normalmente se evidenciaban como poblados rurales donde la arquitectura de su caserío mostraba de inmediato las carencias materiales de sus habitantes.
Los ancestrales Xacales que los indígenas heredaron de sus antepasados, seguían siendo morada de muchas familias de origen prehispánico; había muchas otras casillas construidas de adobe, piedra y lodo; algunas otras de cal y canto. El máximo lujo que se podían dar los más prósperos habitantes era recubrir las paredes con estuco de los yacimientos cercanos.
Cada solar que los indígenas tenían como única propiedad estaba delimitado por una cerca doble de piedra; alrededor de la humilde casilla quedaba el pequeño pegujal en el que sembraban maíz, frijol, chile y calabaza en forma asociada. De manera imprescindible contaban también con algunos frondosos árboles frutales de guayaba, níspero o chirimoya; todos los posibles espacios sobrantes se cubrían de una densa vegetación que caracterizaba al amazónico lugar.
Las calles eran muy angostas, callejones limitados por abundantes árboles, cercas naturales de enramadas y las típicas murallas de rocas volcánicas; en época de lluvias el paisaje naturalmente verde parecía inexpugnable a la vista de cualquier explorador.
Todo lo anterior favorecía la aparición durante una determinada época del año del «Cencoatl» o «Alicante«, reptil del que nuestros antepasados habían creado una leyenda, cuya creencia hasta la fecha sigue vigente entre los pobladores del medio rural.

Cuentan nuestras gentes que cuando aparecía un Alicante o Cincuate por sobre los tejados de las chozas, entre las cercas de los solares o trepados en lo alto de los árboles, los hombres del villorrio organizaban una cacería del reptil, hasta que inerte colgaba de algún garrote de los que momentos antes había servido de verdugo. Cuando alguna mujer había dado a luz a su hijo, además de la rigurosa cuarentena a la que era sometida, su caldo y atolito, había que cuidar que no hiciera su aparición aquel maléfico animal, pues durante el puerperio podía ser fatal para madre e hijo.
Aseguraban nuestros abuelos que los Alicantes al llegar al lecho de la madre de parto reciente, se deslizaban lentamente hasta el pecho de la mujer y comenzaban a succionar la leche y para evitar que la criatura llorara, le introducían la punta de la cola en la boca y éste se mantenía dormido durante la osadía. Con el paso de los días, tanto la madre como la criatura comenzaban a enflacar y nadie podía explicar como la madre se quedaba sin leche y el niño no reclamaba con lloriqueos.
Cuando el hombre de la casa regresaba más temprano de sus labores agrícolas, menuda sorpresa se llevaba al ver sobre su humilde catre un invitado insospechado; no podía usar la escopeta o el machete por el riesgo que tanto su esposa como su hijo corrían, así que tenía que ingeniárselas para ahuyentar al animal.
Juraban nuestros antepasados que cuando mataban algún Alicante fuera de su cuchitril -agujero- lograban sacarle hasta dos cuartillos de leche aún sin cuajar. Pero el daño provocado por los bíblicos animales no solo se limitaba al que causaba sobre su familia, también se veían afectados los escasos animales de su propiedad.
Decían que aquellos reptiles -de cerca de dos metros- se escondían entre la abundante vegetación de los cerros o potreros y cuando las vacas recién paridas pasaban cerca de aquellos, se les enredaban entre las patas, maniatándolos por completo y en cuestión de minutos mamaban el contenido de la ubre del animal; como aquello se iba haciendo costumbre, con el tiempo la vaca solita buscaba al reptil para que succionara el producto de su metabolismo, mientras su becerro paulatinamente iba muriendo de flaco.
Para los pastores, andar solo en los bosques, cobijados por las frondosas hojas de los árboles podía resultar fatal, pues el Cencoatl al ser descubierto, molestado o irritado, se dejaba caer sobre el cuerpo de su agresor, se enredaba en el cuello y mientras emitía extraño chillido, estrangulaba irremediablemente al intruso.
Pero… en Apaseo el Alto las cosas han cambiado: ahora los temibles Alicantes rehuyen a los hombres, pues no quieren que su exótica piel termine transformada en extravagantes cintos o botas para caballero…
Este artículo e imágenes son propiedad de su autor e historiador de Apaseo el Alto: Francisco Sauza Vega.
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