Leyenda de Gregorio el Sin Cabeza


   Las leyendas algo tienen de cierto; su origen puede ser real o fantasioso; sus personajes pueden ser mortales, míticos o etéreos, pero que heredadas y contadas a través de distintas generaciones se van enriqueciendo por los elementos adicionales que cada cronista les interpone, tratando de hacer que las circunstancias sean más reales, impactantes y acordes con la época.

   La Leyenda de Gregorio Paredes es el prototipo de narración emanada de los cronistas populares; un personaje que parece tan real, repentinamente se transforma en héroe legendario e inmortal; nadie conoce su auténtica realidad y no hay evidencias de su origen, pero las circunstancias en que se llevan a cabo sus fechorías y los parajes en que se cometían si existen y a pesar del paso de los años nadie ha podido descubrir su secreto y de una vez por todas ayudar a que el alma de Gregorio descanse en paz.

   La conquista de la zona del Bajío no se fraguó mediante el uso de las armas, fue una guerra pacífica en cuyo frente siempre iba un misionero para negociar que a cambio de su rendición, les dejarían una religión y un dios que les garantizaría la salvación.

  Sin embargo, no todas las tribus estuvieron dispuestas a la sumisión: los Chichimecas dieron una lección al resto de las culturas mesoamericanas sobre la defensa de sus territorios, su cultura, su religión e identidad. El hombre blanco y barbado nunca fue bien recibido en la zona de la que Apaseo el Alto era frontera: la Gran Chichimeca.

   Después de la conquista de la Gran Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, la penetración hispana a la zona en 1526 y la encomienda de nuestro pueblo a Hernán Pérez de Bocanegra en 1538, nuestros indígenas sufrieron miles de atropellos; una vez bautizados se les sometía a trabajos forzados, a adorar un Dios que no era el suyo y a servir a gentes extrañas.

   Alrededor de 1550 se descubrieron las minas de Zacatecas y se intentaron las primeras expediciones al lugar; los Chichimecas defendieron a sangre y fuego su territorio; al descubrir la utilidad del caballo, el asalto a las caravanas sumó una razón de más; al conocer el valor que los blancos le daban al oro y plata, los robaban no para enriquecerse, pues para ellos no tenía ningún valor, sino que todos esos tesoros los guardaban en cuevas, de las que sólo ellos conocían su entrada y ubicación.

   El año de 1785-1786 el territorio de la Nueva España sufrió lo que los historiadores señalan como la peor crisis agrícola de que se tenga memoria. Esta crisis provocó que el número de vagabundos y asaltantes invadieran los caminos, lo cual alarmó sobremanera al gobierno español. Apaseo el Alto era un paso muy importante de carretas cargadas de oro y plata hacia Valladolid, sede de los poderes donde se tributaba.

   En 1785, un indio de nuestro pueblo Bacilio Juan se le remitió a la cárcel de Apaseo por haber atajado toda el agua de los manantiales de nuestro pueblo, agua que usaba en su totalidad la Hacienda de San Cristóbal; también reclamaba las tierras que se le habían usurpado al pueblo de Apaseo el Alto y junto con toda su gente de la Cuadrilla Grande decidieron no pagar un solo real a la Corona, es decir los pobladores del antiguo San Andrés estaban dispuestos a todo, valor les sobraba y también contaba con líderes naturales para afrontar la situación.

   El 25 de noviembre de 1793 el Virrey Conde de Revillagigedo autorizó la restitución del fundo legal, pero el Marqués de Bélgida no quería ceder un solo litro de agua para el uso agrícola. En 1802 se restituyó en forma definitiva el fundo legal, pero sin derecho al vital líquido. No faltaban pretextos para que en nuestro pueblo apareciera alguien que, cansado de tanto abuso estuviera dispuesto a jugársela de una vez por todas… En el Acta de restitución del fundo legal, los pobladores de nuestro pueblo se quejaban de los muchos daños que les provocaba «El Camino de las Partidas» (Camino Real) y solicitaban que se retirara un poco del pueblo.

   Durante la Época Colonial se denominó Camino Real a todo aquel que unía a la Ciudad de México con otras ciudades importantes de la Nueva España. La jerarquía del camino no estaba definida por sus condiciones físicas, su anchura o su estado de conservación, sino por la importancia de las poblaciones que comunicaba, así que el camino que pasaba por Apaseo el Alto podía aspirar a la denominación de Camino Real, Calle Real, con todos sus agujeros, sus barrancas, sus lodazales y sus bandidos, pues comunicaba a México, Guanajuato y Valladolid.

Fray Sebastián de Aparicio, fue quien introdujo las primeras carretas jaladas por bueyes, además de haber iniciado la construcción del camino de México a Zacatecas en su tramo hasta Querétaro; Juan Muñoz de Zayas se encargó de trazar el primer camino de herradura y Pascual Carrasco quien lo adaptó para el tránsito de carretas.

   Un grupo de soldados españoles, empecinados por encontrar aquellas ciudades repletas de tesoros de los que todos los conquistadores hispanos hablaban, se encontraron el 8 de septiembre de 1546 con la novedad de que un grupo de indígenas que habitaban el Cerro de la Bufa les regalaron un puñado de pepitas de plata; ese día Juan de Tolosa, Jefe de la expedición cambió el status de su familia, la vida de muchos pueblos indígenas, de la Nueva España y de la Península misma. Solo que había un inconveniente: la plata de Zacatecas estaba en territorio de los temibles Chichimecas. Tolosa creyó que para sacar toda aquella riqueza, necesitaba hacerlo por un camino ancho y seguro, un camino real digno de su majestad y sus afortunados conquistadores.

   El Camino Real comenzó a ser el eje de todo un sistema de caminos por el que podían circular grandes carros y carretas; el camino en sí se convirtió en una atracción para la población indígena, que veía pasar por vez primera carretas tiradas por bueyes y grandes recuas de mulas cargadas por múltiples mercancías. Las recuas eran entre doce y treinta mulas en el siglo XVI y unas cincuenta en el siglo XVII; cada mula cargaba unas diez arrobas (113 Kg.) y pronto se convirtieron en el principal medio de transporte de mercancías en la Nueva España, debido a que no obstante que carecían de la agilidad del caballo, requerían menos alimento, eran de paso más lento pero más seguras al resistir largas jornadas, y por lo tanto menos susceptibles a la insolación.

   Por el camino que atravesaba nuestro pueblo cruzaban tres tipos de vehículos durante la época colonial; las carretas de ruedas relativamente pequeñas; las carretas de ruedas grandes con metal y el carro, un vehículo con la capacidad cuatro veces superior a la carreta y que requería dieciséis mulas cuando iba bien cargada. Dado que las carretas y carros tenían mayor capacidad de carga que las recuas y sus costos eran menores, el transporte del oro y de la plata se hacía en vehículos; pero las carretas necesitaban caminos y las recuas solo veredas; sin embargo por lo general cada carro también llevaba una recua cargada con enseres diversos a los metales de las minas.

   Los artículos que cargaban las carretas y las recuas, aparte de los metales eran: seda de Granada, camisas de lino, aceitunas, zapatillas de mujer, machetes, candeleros, barricas de higos, tijeras de barbero, arcabuces, etc., es decir, a cambio del preciado mineral los vehículos regresaban con un pedacito de España en sus alforjas.

Se tenía calculado que entre cada 25 y 30 km debería haber un poblado ya que consideraban que esa era la distancia que podía ser recorrida en una jornada por arrieros y carreteros. En cada poblado había sitios para brindar hospedaje, alimentación y abasto de víveres. Las » Ventas » eran un modesto alojamiento que carecía de alguna comodidad que al menos los » Mesones » sí tenían; el propósito de ambos era proteger a los viajeros para evitar que en la noche fueran presa fácil de los asaltantes de caminos; en éstos lugares se hospedaban los arrieros y carreteros. Los viajeros de alcurnia, los de la realeza no acostumbraban pasar la noche en el humilde pueblecito de Apaseo el Alto, pues preferían hospedarse en las fincas del Mayorazgo o convento de San Juan Bautista de Apaseo o Celaya; esto no pasó desapercibido ante los ojos de Gregorio Paredes.

   El tránsito regular de las carretas por nuestra Calle Real afectaba gravemente a los indígenas, quienes se veían obligados a alimentar a los españoles que así lo exigían, proporcionar forraje a sus recuas y hospedar a los viajeros en sus casas sin obtener pago a cambio; el tránsito de carretas y arrieros afectaba los cultivos de los naturales de Apaseo el Alto, pues al decidir trasnochar ahí, dejaban libres los animales en los pequeños solares de los indígenas y como el pueblo estaba totalmente cercado, no había peligro de que escaparan.

   De la curiosidad de los indígenas al ver las primeras carretas pasar por nuestro pueblo, pasó al enojo: se les humillaba, prestaban sus servicios gratuitos y los animales de las recuas y carretas destruían sus de por sí pobres cultivos. Los caminos reales pronto se convirtieron en campos de batalla… el robo, el asesinato y la venganza fueron cosas de todos los días.

   Se preguntarán ¿Bueno, y los arrieros y guardias de las carretas también eran indígenas? La arriería pronto se convirtió en un oficio calificado y muy bien remunerado en la Nueva España. Para ser arriero se requería ser dueño de la(s) recua(s), conocer los caminos era vital, pues significaba parte de su patrimonio, más importante aún que el cinto cargado de monedas de oro que según la tradición siempre llevaban en la cintura; tenían que saber de animales, ser hábil con las armas y no tener miedo; a casi todo lo anterior el indígena casi no tenía acceso, por lo tanto los que conducían las carretas eran criollos, españoles o algún cacique beneficiado con la conquista. Para ser arriero, había que saber donde había caminos angostos, barrancas, arroyos turbulentos y había que saber chiflar bien recio.

   Los primeros arrieros fueron gentes que cobraban sus servicios a precios de oro; en 1526 una carga de 10 arrobas transportada de México a Veracruz valía 25 pesos oro; en 1531 descendió a 10 pesos. Pero, ¿Saben Ustedes que a cada soldado español que participó en la conquista se le dieron 100 pesos oro? Es decir, un arriero no ganaba tan mal…

   Pero esos primeros arrieros españoles no conocían los caminos, tenían miedo a cruzar largas distancias sin guías que los condujeran, por lo que comenzaron a utilizar a los prehispánicos Tamemes o cargadores, los sobrecargaban, los obligaban a caminar largas distancias. Aquellos indefensos cargadores al término del viaje, el mecapal les había provocado la salida de sangre por la frente de algunos, dejándoles una cicatriz permanente en la frente; decían que era fácil reconocerlos en un pueblo por su calvicie; el mecapal los había depilado…

   En 1526 el Virrey de Mendoza prohibió el empleo de Tamemes o propuso reducir a 25 kilómetros la máxima distancia a recorrer, sin embargo él mismo pronto se puso de lado de los mercaderes al argumentar que comprar bestias de carga era demasiado caro y contratar arrieros sería extremadamente costoso.

   La falta de tierra para cultivar, la pobreza tan arraigada, la falta de empleo en las haciendas y el endeudamiento de los pobladores de Apaseo el Alto con los hacendados vecinos obligaba a los hombres más fuertes del pueblo a emplearse como cargadores. De todo lo anterior, Gregorio Paredes tenía pleno conocimiento; “él lo veía con sus propios ojos”, él también era víctima de todo lo que sucedía a sus hermanos de sangre…

   La zona de San Andrés, El Paso, La Cañada del Paso y Apaseo el Alto era un reducto natural para quienes sabían aprovechar las ventajas que les confiere la naturaleza; el Camino Real como centro de descripción tiene una dirección de poniente a oriente a cuyos lados se fue congregando la población de nuestro pueblo. El camino que procedente de Guanajuato penetraba al territorio actual del Municipio de Apaseo el Alto, asomaba en las cercanías de «La Cueva», cruzaba el arroyo del mismo nombre, cauce natural que conducía las aguas del sitio en el que de acuerdo al códice Tolteca-Chichimeca se habían instalado durante algún tiempo las tribus nahuatlacas en la búsqueda de la gran Tenochtitlan; siguiendo su dirección hacia el oriente tenía que librar el «Arroyo del Salviar» y unos metros más adelante el «Arroyo del Muerto», que arrastraba las aguas de las Barrancas del Chilarillo; antes de llegar al pueblo de Apaseo el Alto las carretas detenían un poco su acelerado paso para atravesar con lentitud el «Arroyo del Carrizo», un arroyuelo que llevaba las aguas de los manantiales de «El Rejalgar» hasta las propiedades de la Hacienda de San Cristóbal. Como a unos ochocientos metros del Arroyo Apaseo el Alto se localizaba el «Arroyo de la Cruz Blanca», desde donde ya se podía vislumbrar la Calle Real y a su costado el blanco caserío del villorrio de donde era originario Gregorio Paredes. El último arroyo y el más importante que se tenía que librar para cruzar la parte poniente del pueblo era el «Arroyo Apaseo el Alto», un conducto de aguas fluviales emanadas de los múltiples manantiales de la zona y que en épocas de lluvias era toda una epopeya cruzar, pues en los primeros años del Camino Real no existía el puente que años después construyera don José Albino Mendoza.

   El camino que cruzaba en todo lo largo al pueblo de Apaseo el Alto, estaba delimitado por los Mesones, Ventas, Postas, Fraguas, Solares y caserío de los aldeanos, en cuyas partes posteriores existían huertos que eran todo un espectáculo; había nísperos, guayabas, chirimoyas, papayas, cafetos, capulines, etc., cuya espesura de algunas de esas huertas proporcionaban un clima fresco y agradable, además de los abundantes frutos que no escaseaban durante todo el año.

   Una vez salvado el pueblo, el camino se dirigía al oriente rumbo a la Ciudad de México o Valladolid, según fuera el caso; se tenía que cruzar «La Cañada» por el rumbo de «Los Baños», una ruta que se caracterizaba por la exuberante vegetación y resguardada por las abruptas peñas terminales de la Sierra de los Agustinos. Pasando «La Rinconada», un pasaje en el que abundaban los enormes escudos pétreos de cientos de toneladas, que recargados sobre las mismas peñas semejaba puertas ocultas de leyendas fantasiosas.

   En las cercanías de La Cañada se localiza «La Cueva del Cedazo», un milenario lugar que debió ser asentamiento natural de nuestros primeros pobladores; metros adelante uno de los poblados más antiguos del Municipio, «La Cañada» llamada en alguna época «La Cañada del Paso», desde donde se podía apreciar el término del cauce natural, coronado con «El Cerrito de Enmedio», «Las Barrancas del Fresno» y el «Cerrito de Mandingas».

   Las cuevas de la zona son abundantes, decenas de ellas debieron ser habitadas en épocas pretéritas; refugios naturales de los abuelos de nuestros abuelos: la «Cueva del Chilarillo», «La Barranquita», «Los Ates», «El Talayote», «La Cueva»… pudieron ser el escenario natural en donde se desarrollaron los hechos de la leyenda que tan apasionadamente contaba el Profesor Antonio Mandujano Escutia.

   Después de todas las consideraciones anteriores, la posibilidad de que Gregorio Paredes existiera en cualquiera de esas épocas tiene elementos de sobra para hacerlo incuestionable. De las razones que pudo haber tenido este popular personaje, no creo que se convirtiera en asaltante por gusto y guardar sus tesoros por simple placer; tampoco creo que lo hiciera por venganza de origen personal.

   Desde mi punto de vista, Gregorio Paredes fue un ladrón que se convirtió en tal por ayudar a los naturales del pueblo de Apaseo el Alto, un pueblo que desde la llegada de los españoles sufría miles de vejaciones en sus personas, propiedades, familias y creencias. Los tesoros de Gregorio existen… y no tan solo son materiales; los auténticos valores que alguna vez tuvo Gregorio Paredes «El jinete sin cabeza», son los mismos que han tenido las gentes de nuestro pueblo y que gracias a ello, jamás pudieron erradicar al pueblo del sitio tan privilegiado que hasta la fecha ocupa.

   Muchos debieron ser los asaltos planeados por el famoso bandido; algunos de ellos abortados desde el inicio por voluntad propia y otros por causas ajenas; algunos más debieron quedar en un simple intento de interponerse a las caravanas, que entre más grandes y mejor resguardadas despertaban mayor interés entre pobladores y facinerosos, pero que al conocer el tipo de cargamento que portaban, éste no correspondía a los intereses de su agenda; lo más interesante de nuestro personaje no fue el número de asaltos perpetrados, sino la coartada inteligente que improvisaba para cada ilícito que preparaba.

   Gregorio Paredes era un hombre solitario, observador, de buena apariencia física, de rasgos indígenas; no culto precisamente, pues hombres como él no habían tenido acceso a la educación que se impartía en la Nueva España. El tipo de ropa no era típico de él, pues vestía de acuerdo a las circunstancias: del fruto de sus asaltos podía conseguir finísimas camisas de seda de Granada que portaba según le pareciera indicado, también podía aparecer vestido a la usanza indígena tradicional aunque la mayoría de las veces portaba ropa propia de los mejores jinetes de la época.

Durante su juventud había sido empleado de una de las tantas haciendas pertenecientes al Mayorazgo, propiedad del Marqués de Bélgida, pero en arrendamiento por otros poderosos personajes españoles; en ese entonces había recibido los beneficios de las ordenanzas virreinales para poder usar el sable, el arcabuz, el mosquete y el caballo. Como hombre de confianza del apoderado de la hacienda, sabía de la existencia exacta en cada troje de la misma; como encargado del abasto del trigo hacia la Ciudad de México y del maíz hacia Zacatecas, conocía la frecuencia de las Conductas y Carruajes, así como las costumbres de arrieros y guardias de los envíos.

   Por la cercanía con sus amos, conocía perfectamente de los abusos en contra de los indios del pueblo de Apaseo el Alto, de donde era originario y del cual había sido arrancado cuando sus padres, orillados por las deudas con los hacendados se les había obligado a trabajar como gañanes, sin percibir más sueldo que la comida diaria, ahí había crecido él y con el paso de los años su corazón se fue llenado de animadversión para con los españoles, así que un día se dio por desaparecido; sus amos únicamente extrañaban su extraordinaria capacidad administrativa y observadora.

   Se alojó en la parte alta de «Los Ates»; vivía en una cueva donde nacía un río subterráneo de agua zarca; era una cueva muy grande en la que el caballo podía entrar y salir libremente por cada una de las dos entradas. Desde lo alto de la abrupta serranía se divisaba el Valle de Apaseo el Alto, cultivado de maíz y trigo; los maizales, todas las milpas eran de las haciendas de San Cristóbal, San José y Mandujano. Desde ahí podía ver el Camino Real en su aparición por el poniente, hasta que se perdía por la parte más alta del pueblo.

   Gregorio Paredes vivía en la cercanía de «El Salto»; se alimentaba de Talayotes, Jícamas, Granjenos y frutos de las huertas. Solo esporádicamente bajaba a hurgar de cerca las diligencias y mesones. Se deleitaba viendo las abundantes aguas que nacían de la Cañada y que después de regar los muchos huertos de nísperos, guayabas y chirimoyas se perdía por el rumbo de la «Cuadrilla Grande»; pero también se llenaba de coraje al ver que esas aguas no eran disfrutadas por sus legítimos propietarios, sino por los hacendados colindantes. Deambulando en la parte alta de las montañas rocosas de abundantes encinos, conoció perfectamente el comportamiento del tránsito de las carretas, hasta que un día se lanzó a la aventura que duraría algunas décadas y que gracias a sus donaciones a los indios de su pueblo, este pudo mantenerse hasta que su fundo legal no le fue arrebatado jamás.

   «El Paraje» era un sitio muy amplio a manera de rústica plazoleta, ubicado en las cercanías donde años después se instalaría el panteón. Era una especie de paradero de las diligencias, los caballos podían beber agua tranquilamente y como era costumbre de sus amos, los soltaban sin mediar los daños que provocaban. Los conductores y pasajeros de las diligencias o carretas acudían a los mesones a saciar su hambre y reposar un poco antes de proseguir su viaje.

   Los primeros asaltos a los novedosos carruajes fueron para robar a los pasajeros de alcurnia, pero como solo traían unas cuantas monedas acuñadas a la postre no remediaban nada; nunca fueron asaltos violentos y los pasajeros lamentaban únicamente la osadía y el sobresalto provocado por el solitario ladrón. Después comenzó a robar los caballos y las mulas; les cambiaba el fierro de herrar y los soltaba rumbo al Cerro del Capulín para que volvieran a su estado salvaje.

   El oro lo comenzó a robar cuando se dio cuenta de la importancia que le daban los españoles al precioso metal, lo escondía en las cuevas a sabiendas de que algún día triunfarían las ideas independentistas de las cuales rumoraban los criollos en la oscuridad de las noches que pasaban en los mesones y postas del pueblo.

   Decía en líneas anteriores que «El Paraje» era un sitio que se convertía en un monumental tianguis cuando coincidían varias carretas a la vez; ahí se vendía o intercambiaban los frutos propios de la región y se conseguían otros procedentes del norte, de la Ciudad de México o de España; las aves como los patos, guajolotes, cenzontles y colibríes eran bien cotizados por los viajeros no indígenas.

   Como solía hacerlo, a uno de esos tianguis tan concurridos llegó un día Gregorio Paredes para tratar de husmear sobre las cargas, uno de los soldados, recelosos como eran le pareció sospechosa la actitud del curioso, pues era raro que un indígena se atreviera a mirar de reojo siquiera.

– ¿Que miráis insensato? ¿Buscáis alguna pieza de pan? dijo en tono peyorativo el guardacarga al de apariencia indígena.

   Gregorio Paredes era hombre de pocas palabras, con el sable empuñado y la escopeta en la otra mano, sometió al soldado que lo había descubierto; pero como el resto de los guardias habían escuchado la voz de alarma, uno a uno fueron llegando, pero solo para sucumbir ante una habilidad inusitada del personaje hasta ese entonces desconocido. Los soldados fueron atados de pies y manos y ante su mirada de incredulidad, Gregorio repartió el contenido de las carretas ante la algarabía de los socorridos y la mirada inexpresiva del bienhechor.

   Aquellos soldados llevaron la noticia ante las autoridades de la Intendencia y divulgaron con lujo de detalles la manera tan inusual con que se había comportado el bandolero. Después de éste asalto y otros igual de audaces que se habían cometido, algunas gentes comenzaron a llamarle a nuestro pueblo «El Paso”, lo que no implicaba que hubiera cambiado de nombre.

   Apaseo el Alto desde la restitución de su fundo legal había sido rodeado en los límites de las 600 varas por rumbo concedidas, por una cerca doble de más de un metro de ancho y uno y medio de altura, que vista desde la parte alta de Los Ates parecía un enorme corral, lo que favorecía la observación del movimiento de las gentes y carruajes por el camino.

   Una mañana, Gregorio se apostó en la parte más alta de la Barranca del Fresno y desde ahí esperó que se asomara la diligencia por el horizonte, que procedente de la capital del virreinato pasaría al lado oriente del Cerro del Fresno, distante desde su puesto de observación como unas cinco leguas; desde el punto donde estaba, el pueblo de San Andrés quedaba como a una legua.

   A la vera del camino por donde pasaría la diligencia, el intrépido bandido colocó piedras estratégicamente distribuidas y sobre éstas les puso sombreros de palma de copa alta, tal como se usaba en la época; a cada cual le instaló un varejón de pirúl o cazahuate como simulando escopetas de chispa; colocó barrenos de pólvora comunicados entre sí y éstos los conectó con un eslabón, un pedernal y una yesca con pólvora. Buscó el lugar estratégico para tomar su posición de frente de gavilla, amarró su inseparable caballo que, oculto entre el follaje de los árboles era imposible que se le descubriera.

   Recostado sobre el cúmulo de hojarasca, esperó la llegada de la diligencia, mientras que con el rostro cubierto por su sombrero y fumando un puro de tabaco, repasaba el procedimiento otras veces infalible y que cada vez que lo ejecutaba pretendía perfeccionarlo para no cobrar víctimas inocentes.

   Llegada la hora, casi anocheciendo, se comenzó a escuchar el rumor de los cascos sobre el empedrado del camino; a lo lejos los coyotes emitían un aullido que presagiaba una noche perfecta para la osadía; los búhos comenzaban a emitir sus típicos ronquidos y solo ellos iban a ser testigos de la inteligente maniobra.

   Cuando la diligencia estuvo en el lugar óptimo para la maniobra, entre ambas líneas de jinetes fantasmas, encendió la mecha y de inmediato sobrevino la explosión… los caballos se detuvieron de repente, con la intensidad de la luz aparecieron los jinetes apostados en la cerca de piedra, algunos guardias rodaron de bruces y los pasajeros se amontonaron en el interior del carruaje y, antes de que se repusieran del susto, una segunda explosión…el eco de la montaña lo reprodujo con igual intensidad.

   Gregorio Paredes salió de su escondite, su caballo fiel compañero del jinete, educado para esos trances se colocó de frente a la carreta y con la ligereza que caracteriza a éste tipo de animales, se movía como relámpago ante cualquier movimiento que percibiera. Con la espada en la mano derecha y la pistola en la opuesta, nuestro personaje ordenó a los soldados tirar sus armas y descender del carruaje; sin chistar siquiera y temblando de pavor se colocaron de espaldas al bandido mientras este descargaba el envío y dispersaba las mulas de la recua que acompañaban al vehículo.

   Terminada la maniobra, ordenó a los soldados y pasajeros volver a su sitio y con voz enérgica les ordenó que marcharan sin intentar el regreso. Un soldado que se había acomodado en la parte más alta del carruaje, se percató de la inexistencia de los cómplices del malhechor, tomó un sable que al momento de la confusión había quedado tirado en el techo del carretón y de un salto felino bajó del vehículo para enfrentar al solitario ladrón, lavar la afrenta y recuperar lo robado… Gregorio Paredes ni se inmutó, bajó de su caballo, desenvainó su espada, pasándole la yema de los dedos sobre el filo para corroborar su estado y en unos cuantos segundos tenía de hinojos a su oponente, con las ropas llenas de sangre y suplicando le perdonara la vida.

   Ante la mirada atónita del resto de la guardia y los pasajeros ataviados con riquísimas ropas, propias de las Señoras de los ricos castillos novohispanos, el bandido solicitó que el soldado fuera auxiliado para subir a la carreta, que se fueran y no falsearan los hechos cuando pusieran la demanda respectiva. Gregorio y su botín subieron la cuesta del cerro de «Los Ates»; una vez que arribó a una de tantas cuevas que representaban su guarida, descargó el fruto del botín y analizando cada uno de los objetos de las sacas; en uno de ellos se encontró con un bello crucifijo de oro puro, se arrodilló ante él y después de murmurar una oración lo colocó en una de las paredes de la cueva, cuyo resplandor iluminaba el interior de ésta.

   Hecho del conocimiento de las autoridades de Apaseo, Celaya y Guanajuato los acontecimientos que en cadena se venían presentando, cometidos por el mismo hábil asaltante y no habiendo otro camino para conducir el fruto de las minas, decidieron cambiar el horario de la partida de la Conducta.

   En una de esas bellas noches de luna en la que el único testigo de la misma era el inamovible lucero que Dios puso en el firmamento como regalo para los pobladores de Apaseo el Alto, Gregorio deambulaba en las cercanías de la «Peña Blanca» cuando a lo lejos, en el antiguo mezquital de Apaseo, en donde en 1570 se había fundado la Ciudad de Celaya se levantaba una típica polvareda de aquellos barriales y se escuchaban los típicos silbidos de los arrieros. Observador como era, Gregorio se puso en cuclillas para percatarse si era alguna diligencia y luego de estar seguro, montó a su caballo y se dirigió a la «Barranca del Muerto», lugar estratégico para un atraco como el que, ante las circunstancias llevaría a cabo.

   Esta vez había ideado un plan que consistía en que, a cierta distancia de un punto previsto para el asalto, colocaría una escopeta con un mecanismo prefabricado, dispararía el arma en un tiempo muy bien calculado; en tanto él se ubicaría en el arroyo, escondido, listo para proseguir con la segunda etapa. El carruaje estaba cerca, el silencio era casi total, únicamente las chicharras zumbaban entre los huizachales y las luciérnagas adornaban con su fugaz aparición la oscuridad nocturnal.

   Los soldados cuchicheaban en torno a las noticias que se tenían sobre los asaltos y salteadores que merodeaban las cercanías del pueblo, uno a otro se daban valor y se deseaban suerte mutuamente para poder ser recompensados si entregaban a salvo la carga. En eso iban cuando, un soldado al caer de bruces había emitido un gemido; otro más quiso proferir una maldición y el que iba al frente solo alcanzó a coger las riendas para alejarse a todo galope.

¡Alto! frenad los caballos y levantad las manos…

A sabiendas de la suerte que pudiera correr si desobedecía aquella orden procedente de una voz incógnita, el conductor paró lentamente.

¿Quién sois y qué queréis de vos?

Gregorio no contestó; atravesó su caballo, se apeó de él y ordenó que bajaran las cajas con los lingotes de oro y las monedas acuñadas en las minas de Santa Fe de Guanajuato.

¡Ahora partid en silencio y sin voltear!

El carruaje vacío se alejó con rumbo al pueblo de Apaseo el Alto; los soldados se santiguaban una y otra vez, mientras Gregorio Paredes se perdía entre los matorrales del rumbo de la Cueva del Chilarillo.

    Alertados los soldados, arrieros y guardacargas sobre los lugares y artimañas de que se valía el solitario bandido, decidieron mandar pequeños grupos de jinetes como señuelos y prevenir el asalto a los cargamentos, pero Gregorio no fue presa de la trampa y decidió cambiar de lugar y de táctica.

   Al sureste de Apaseo el Alto, sobre la ruta del Camino Real se localizan «El Cerro del Chivato» y «El Cabero», desde los cuales se podía apreciar «El Arroyo de Capula», en donde se encontraba un pequeño acueducto, obra de la ingeniería colonial; a la vera de éste arroyo se encuentra el rancho llamado «El Catorce», sitio indicado para una vez más recogerle al Gobierno Español el fruto de la explotación de los indígenas novohispanos. En esa pequeña cañada que forman ambas laderas de los cerrillos mencionados, soplaba un aire veraniego que además de refrescar, hacía que los frondosos árboles silbaran melodías propias de los cementerios pueblerinos.

   Una vez que Gregorio Paredes detectó que a varias leguas de distancia, en dirección del Cerro del Fresno se podía distinguir la polvareda que las cabalgatas producían a su paso, descendió de la cima del Cerro del Cabero hasta el angosto camino cercado de rocas volcánicas; de su inseparable morral de ixtle que el mismo había confeccionado, sacó un puñado de gruesos cigarros y uno a uno los fue colocando en la boca de unos monigotes de barro que durante el día había moldeado. Terminada esta primera tarea los encendió y ayudado por el ligero vientecito proveniente de la Sierra de los Agustinos, aquellos cigarros comenzaron a enseñar el rojo intenso producto de la transformación del tabaco en cenizas.

   La noche asomaba por el horizonte, el bandido había juntado una recua de burros manaderos que andaban pastando en el cerro, con el propósito de simular un tropel en un momento determinado; se colocó a una distancia aproximada de cien varas entre los cigarros encendidos y el lugar en donde debería aparecer la diligencia, justo en donde el camino hacía una curva y un enorme monumento monolítico le daba un aspecto fantasmal a la vereda.

   Justo al paso de la caravana, el bandido cicateó su caballo y de un latigazo espantó la manada de burros que en estampida provocaron un sonido que cualquiera pensaría que era un ejército completo; la Conducta pretendió huir a todo galope, pero solo quedó en el intento al vislumbrar a unos metros adelante, las luces de los cómplices del bandido.

   Los guardias que otras veces habían opuesto resistencia al asalto, huyeron despavoridos con rumbo al rancho de «Paredones», quedando el conductor como petrificado, con las cuerdas de las mulas en las manos, sin saber que hacer.

   Uno de los guardias que en su intento de huída había tropezado y por un momento perdido el conocimiento, comenzaba a recobrarlo; vio como el bandido colocaba los lingotes de oro y los sacos de monedas en el lomo de algunas bestias, se levantó con mucho sigilo y al momento en que iba a propinar un golpe mortal con su sable por la espalda a nuestro personaje, el caballo lanzó un relinchido que alertó a su amo, quien conociendo el lenguaje de su corcel, sacó de su funda el arma blanca de la que tan hábil maniobras conocía y de un solo movimiento desarmó a su oponente y le colocó la punta entre ambos ojos, lo que le hizo sudar a chorros y temblar de pies a cabeza.

¡Tenga piedad de este pobre hombre! ¡No me mate y os juro seré su vasallo por el resto de mis días! Suplicaba aquella piltrafa de hombre, mientras de sus ojos escurrían mares de lágrimas.

   Mientras tanto, los seis pasajeros que viajaban en el interior del carruaje, con una mezcla de miedo y curiosidad se asomaban por las pequeñas ventanillas, disputándose por momentos el mejor lugar para poder ver en acción al bandido; las mujeres se murmuraban algo al oído, mientras los varones reprimían sus ganas de bajar y saludar al temido pero ilustre personaje.

   Esta vez Gregorio Paredes dio vuelta al carruaje y después de escribir un breve mensaje en un trozo de papel, mismo que entregó a una de las damas, arreó de regreso a los pasajeros. Del mensaje nunca se supo su contenido. Quizá solicitaba al virrey que le restituyera a su pueblo el fundo legal y les dejara gozar de las abundantes aguas de sus manantiales.

   Pasaron algunos meses sin que Gregorio volviera a asaltar una carreta o diligencia; posiblemente esperaba la respuesta al escrito que había enviado, lo único que alcanzó a detectar fue la presencia de algunos gachupines disfrazados de arrieros que anduvieron preguntando por él en los pueblos de El Paso, San Andrés y Apaseo el Alto; amenazaban a la gente, a otros les ofrecían una recompensa si daban algún indicio del lugar donde habitaba el asaltante…pero nadie dijo nada.

   Fueron muchos los atracos, muchas las argucias que pudo improvisar debido a la característica especial que guardaba cada rinconada del camino, cada arroyo, matorrales y laderas se prestaban para que el singular bandido pudiera conseguir su objetivo. La Intendencia de Guanajuato había mermado sus ingresos y escaseaban los arrieros y soldados que quisieran acompañar a los carruajes. Los hacendados arrendatarios de las haciendas propiedad del Marqués de Bélgida habían amenazado con no explotarlas y por lo tanto los tributos y diezmos recogidos mermarían considerablemente.

   El virrey de la Nueva España giró instrucciones precisas al Intendente de Guanajuato para aprehender al bandido; su temor era que la fama del personaje trascendiera las fronteras de la zona y provocar con esto una insurrección generalizada contra la Corona. El Marqués de Bélgida, poseedor de los más grandes intereses económicos de la zona, ofreció su Hacienda del Mayorazgo como cuartel general de las tropas reales.

   El primer intento por capturar a Gregorio Paredes fue un fracaso y una tragedia. Reunidos más de un centenar de soldados para ir en la búsqueda del ladrón, fueron conducidos en formación militarizada hacia la escalinata natural que conducía hacia los Cués de Los Ates, fortalezas grandiosas que imponentes se ubicaban en la cima del cerro. Dicha escalinata estaba limitada en ambos lados por una exuberante vegetación propia de los lugares en los que el agua abundaba; había un trecho en el que para poder pasar tenían que ir en «fila india» y cualquier resbalón hacía perder el equilibrio y caer en un terreno fangoso de hambrientos cocodrilos.

   Trepar por el escabroso camino era de por sí una proeza, se avanzaba unos metros y luego el descanso era obligado. Aquel pelotón había avanzado unos cuantos metros, y cuando el grupo era más compacto, de lo alto del peñasco empezaron a llover miles de rocas que preparadas anticipadamente, iban sepultando a los infelices perseguidores. Como nadie reclamó los cadáveres de aquellos desafortunados, ahí quedaron sepultados como una advertencia de no atreverse a incursionar en los terrenos de Gregorio Paredes.

   Pero aquel hombre que había nacido para ser inmortal, pronto tendría que abandonar su paso transitorio por lo terrenal… su fin estaba cerca. Transcurría el mes de agosto de un lluvioso año, el Arroyo Apaseo el Alto llevaba un torrente de agua que todo arrastraba a su paso, provocando estruendosos chasquidos al golpear ésta con las rocas de las orillas del cauce natural.

   Gregorio Paredes no asaltaba durante los diluvios que con frecuencia caían sobre su pueblo y alrededores, ya que las cuevas en las que escondía el fruto de sus asaltos se saturaban de agua, que posteriormente por todas las grietas del cerro de Los Ates escurría, así que durante la época se dedicaba a recorrer los huertos, bañar en alguno de los manantiales y repartir algunas monedas y víveres entre los pobres de la zona.

   El Intendente de Guanajuato, militar de carrera, hombre de alto rango entre los Caballeros de Santiago, mandó rumbo a Apaseo el Alto dos caravanas con espacio de unos minutos entre sí; al llegar la primera a las inmediaciones del «Paraje», pronto se convencieron de la imposibilidad de cruzar el arroyo, se escondieron con todo y carruaje entre un bosque de ahuehuetes, mezquites y sauces que de manera silvestre crecían en los alrededores.

   Una segunda carreta llegó minutos después y se apostó cerca del vado que había para cruzar el arroyo y que generalmente no era muy usado por este tipo de vehículos por la gran abundancia de piedras en el fondo, lo que impedía que las ruedas se desplazaran; solo los jinetes que tenían alguna prisa por cruzar y ahorrarse unos metros tomando el atajo se atrevían a aventurarse a pasar su caballo por aquel lugar.

   Todas las historias de héroes y valientes se ven truncadas por la intervención de un traidor y ésta no sería la excepción, solo que esta vez no sería un hombre o la típica dama; a Gregorio Paredes lo traicionó el exceso de confianza, su nobleza y afán de servir.

Gregorio Paredes andaba en las cercanías del arroyo, mientras su caballo pastaba en los abundantes zacatales de un remanso del mismo; reparaba su sombrero con porciones finísimas de hilo torcido. Movido por la curiosidad de ver aquel carruaje del que no había descendido pasajero alguno y lo más raro, que no llevara escolta que la resguardara; tomó su caballo, sacó su arcabuz y a pesar de lo crecido del río, decidió ir en auxilio de una caravana que supuso necesitaba ayuda.

   Trompicándose y a punto de ser arrastrado por las turbulentas aguas, logró llegar al centro del arroyo; repentinamente resbaló, soltó su caballo y su arma, con muchos trabajos y después de desesperados esfuerzos por llegar a la orilla lo logró, pero cuál sería su sorpresa que al intentar incorporarse, más de una docena de carabineros le apuntaban amenazantes.

   Los soldados que, escondidos entre los matorrales e interior del colonial vehículo, habían visto con desconfianza como un hombre con el arma empuñada se acercaba hacia ellos, decidieron ponerse alertas, pero nunca se imaginaron que aquel hombre con apariencia de labriego fuera a quien leguas más adelante deberían atrapar. Cuando Gregorio Paredes estuvo frente a los soldados, sin reponerse totalmente del sobresalto en el arroyo, el soldado a quien meses antes había puesto su espada entre los ojos lo reconoció y dando un paso hacia el frente lo señaló con su sable diciendo:

– ¡Este indio ladino es quien ha osado hurtar lo que pertenece a Su Majestad el Rey!

Gregorio ni se inmutó, miró unos segundos a su acusador y al igual que la vez anterior, el soldado sudó frío y su cuerpo se estremeció por el ingrato pago con que correspondía a quien le había perdonado la vida.

   El intrépido asaltante fue atado con grilletes, lo golpearon en el rostro mientras maldecían su origen, se burlaron de él retándolo a duelo, pero sin soltarle las ataduras para que se defendiera, intentaron sobornarlo diciéndole que el oro lo podían repartir entre todos. Le colocaron una soga al cuello y le vendaron los ojos para que no viera a quien en turno lo golpeaba en pleno rostro; lo jalaron de un caballo rumbo a Los Ates, en tanto que reiteradamente le preguntaban dónde estaba el producto de sus asaltos, pero Gregorio nada decía, ni se quejaba, solo de vez en cuando respiraba profundo e intentaba mirar al cielo.

   Posteriormente, cual era la costumbre en la Nueva España cuando condenaban a un preso de prosapia, lo subieron a una mula y se mofaban del jinete y su cabalgadura; para amedrentarlo le pusieron un nudo corredizo al cuello y lo pararon sobre aquel salvaje animal. La cuerda, pendiente de un milenario ahuehuete en la orilla de un abundante manantial de agua azul.

   Le prometían dejarlo libre si entregaba el dinero y el oro; le decían que el virrey tenía el indulto y hasta un título de nobleza a cambio de recuperar lo robado.

   Repentinamente el equino se espantó con un animal silvestre que merodeaba el lugar y ¡Gregorio Paredes pendía de un árbol sin vida! Los soldados quedaron quietos un momento, después cortaron la cuerda y el cuerpo rodó bruscamente… se acercaron para ver si aún estaba con vida, pero aquel hombre se había llevado su secreto a la tumba. ¡Gregorio Paredes había muerto!

   Las campanas del templo de San Andrés iniciaron un misterioso repicar como dando el último adiós a uno de los hijos del lugar; no había nadie en el campanario, las campanas habían comenzado a doblar solas…las parvadas de aves silvestres de los huertos revoloteaban en el cielo como si supieran la magnitud de lo ocurrido.

   Un soldado, lleno de un falso valor ante el cadáver del desafortunado bandolero, valor que le había faltado cuando aquel hombre era libre y noble en sus duelos, improvisó una capucha y tomando su sable lo dejó caer sobre el cuello del cuerpo inerte y desprendió la cabeza del tronco del mismo. Montaron a sus caballos dejando abandonado el cadáver y la cabeza la pasearon por toda la Calle Real; ningún poblador del humilde villorrio quiso presenciar el macabro espectáculo; de rodillas elevaron una plegaria a su Dios para que le diera paz al bandido fallecido. De su cadáver nunca se supo nada, desapareció misteriosamente del lugar y de su cabeza tampoco se conoció su paradero.

   Ese día nació la «Leyenda de Gregorio sin Cabeza», un ladrón que fue acumulando sus tesoros en vida; las cuevas de Los Ates, El Chilarillo, La Barranquita, El Talayote, La Cueva del Rico o Los Estiladeros guardan un tesoro que requiere que un hombre lo saque y reparta entre los pobres para que su alma descanse.

   Habitantes de nuestro pueblo aseguraban haberlo visto por las noches, incluso de día; podían ver a un jinete sin cabeza sobre un brioso caballo negro, o una mula parda de orejas pajareras, con una lamparilla en la mano; cruzaba el pueblo por la Calle Real y se perdía a lo lejos. Como en Apaseo el Alto hace mucho aire por las noches, había quienes salían con su lámpara en mano para ver de cerca al jinete, de repente se encontraban en una oscuridad inusitada. Cuando el jinete venía lejos se escuchaba claramente el ruido de las espuelas golpear el empedrado de la calle, pero conforme se acercaba, el ruido desaparecía y solo el silbar de los árboles del panteón se escuchaba y aquel jinete se desplazaba sin producir el menor ruido a su paso.

   Antes de que los curiosos pudieran encender de nuevo sus lamparillas de carbón o de petróleo, descubrían atónitos, llenos de espanto e incredulidad, como un hombre de cuerpo degollado, sin cabeza cabalgaba sobre su caballo y que al sentirlos cerca se disolvía en la bruma de la noche.

   Se trata, dice la gente, de un alma en pena, de un gran caballerango, quien hace muchos años murió sin confesión; un hombre que no asaltaba por ambición, que no pudo entregar los tesoros a su pueblo, que fue decapitado sin misericordia y desde entonces vaga por los antiguos caminos en espera de que alguien saque sus tesoros y pidiendo una oración para redimir su culpa.

   Muchas personas ha intentado sacar los tesoros de las cuevas, han penetrado en ellas, pero esa gente lo hace con una ambición personal y no de beneficio para su pueblo, por eso es que no lo han encontrado; el crucifijo de oro que Gregorio colgó en una de las paredes de piedra, cuida que hombres pecadores y sin sentimientos nobles lo rescaten, pues Gregorio Sin Cabeza no lo robó para enriquecer a un solo hombre…

Este artículo e imágenes son propiedad de su autor, el historiador de Apaseo el Alto: Francisco Sauza Vega. El texto original se incluye en la recopilación: «Apaseo el Alto, sus cuentos, costumbres, tradiciones y leyendas».

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